
Ante la grata y tentadora invitación de participar en esta revista me encontré algo acorralada e invadida con algunas preguntas y planteos que iban surgiendo paulatinamente con el correr de las horas y los días. Esas cuestiones tenían que ver básicamente con esta posibilidad de ponerme en el rol de escritora y hacer públicas mis palabras. Y no sé si es inseguridad, poca convicción o que me cabe el melodrama, pero me pregunté si valía la pena ocupar un espacio, si tengo algo para decir, si no es un quemo, si tal vez lo mío sea mucho ruido y pocas nueces. Porque ya tomar este rol me representa, de algún modo, un hacerme cargo de cada cosa que diga; y no es fatalismo sino cordura. De cualquier modo, ni ustedes son jueces ni yo estoy sentada en el banquillo de los acusados. Así que, entre dudas e ideas poco convincentes, decidí escribir sobre esta misma experiencia; pensé que podía compartir mis laberintos y que sería tolerable (tal vez ameno) para ustedes
En algún punto me pregunto por el fin de la escritura misma. Supongo que son ideas que le pueden surgir a cualquier escritor, como si se tiene o no talento, si vale la pena que nos lean y, espina dorsal del asunto, qué sentido tiene escribir y publicarlo.
La escritura se funda en la relación escritor-lector. Entre ellos se da una especie de pacto, se estrechan la mano para entrar en juego. Y así como ustedes no son vasijas vacías prontas a ser llenadas con lo que se les cruce, yo tampoco soy la mensajera de la verdad revelada. En última instancia creo que la riqueza está en que se resignifique lo que digo, en que el lector reinterprete, busque, comprenda y oriente nuevos rumbos. En fin, que tome lo dado y haga algo nuevo. Al fin y al cabo los humanos somos eso, dadores de sentido permanentemente. Significamos el mundo y lo ordenamos. Ahí estamos, yo escribiendo, usted leyendo; o viceversa.
La relación escritor/lector se ha planteado en buena medida sobre la posición que asume el lector como sujeto activo o pasivo. Allí aparece un escritor como Cortázar que hace laburar al lector, hablando mal y pronto, y caminar la novela desde otro recorrido, leyendo y releyendo en otro orden; claro que me refiero a Rayuela.
En algunos casos se da una relación escritor/lector de identificación cual amor adolescente (y no digo adolescente en sentido peyorativo sino en su dimensión de frescura e ingenuidad desinteresada) en la que el lector, embelesado por la prosa, se siente absolutamente identificado o representado en el escritor, en sus palabras… y es algo que no está mal si es parte de un proceso no eterno. Suele pasar también con grandes pensadores, filósofos, líderes políticos, etc. Y, si bien sentiría vanidad en que les pase lo mismo conmigo, no es lo que busco.
El lector es una pieza fundamental. Busco un lector cómplice, que no se conforme con estar en acuerdo o desacuerdo, que se complemente con el texto y que se resista a la pasividad de la lectura tradicional. Un buen lector, al fin y al cabo, también es un creador.
Las palabras y las ideas están para ser apropiadas y compartidas, al menos en este caso.
Y aquí me remito: a la aventura de escribir y ser leída con la responsabilidad, la astucia y el peso de saber que la palabra es un arma.
