
Nos queremos VIVAS.
"La prolongada esclavitud de las mujeres es la página más negra de la historia de la humanidad".
-Elisabeth Cady Stanton,
Vivo en México, un país que reporta de siete a catorce feminicidios diarios. Vivo en un municipio donde han desaparecido al menos cuatrocientas niñas y adolecentes durante el periodo de un año y en donde se registran las tasas más altas de feminicidios en el país, de hecho, se calcula que al menos cinco de las catorce mujeres asesinadas al día, provienen del estado de México, donde el gobernador ha tenido el descaro de declarar que las tasas de feminicidio son tan altas porque la población es mayormente femenina.
Vivo en un país que declaró culpable de homicidio doloso a más de una mujer por ejercer su derecho a la autodefensa, después de ser violada y casi asesinada. Vivo en un país en donde más de la mitad de mujeres entre 15 y 24 años de edad declara haber sufrido violencia a manos de sus parejas sexo afectivas.
En mi país más de la mitad de la población vive algún tipo de pobreza y que por ello tiene que migrar hacia otros estados o países para poder sostenerse y sostener a su familia. La gente de mi país se indigna cuando del tema migratorio se habla, porque por su ubicación es lógico que quienes se van, arriben al norte a buscar el tan ansiado sueño americano. Estados Unidos ha levantado un muro de la vergüenza, matado a infinidad de migrantes mexicanos, pero en la frontera sur de mi país se violan al 80% de las migrantes centroamericanas en su recorrido hacia el norte.
Vivo en un continente que entiende a lo que sabe el subdesarrollo, que ha visto levantarse a su gente y que sabe (o debería saber) que esas luchas están impulsadas en múltiples casos, por mujeres. Las abuelas y madres de plaza de mayo, las indígenas guerreras del agua en Cochabamba, las mujeres revolucionarias zapatistas, las contemporáneas que como hace tantos años siguen peleando por la dignidad y la justicia y le paro aquí, que no me alcanza la columna para seguir contando.
Las mujeres somos la mitad de la población mundial y tras siglos de lucha social y feminista seguimos sin acceder a derechos básicos como la salud, la educación, el empleo digno o el patrimonio propio. No son cuentos, revisen las cifras mundiales y se darán cuenta de que lo que escribo es real: sólo el 1% de la población femenina mundial es dueña de las tierras trabajadas, lo que se traduce en lo que conocemos como feminización de la pobreza, es decir, que el rostro mayoritario de la pobreza mundial es femenino.
Además de ser vulneradas por el sistema socioeconómico las mujeres nos enfrentamos a múltiples violencias ejercidas sobre nuestros cuerpos, sobre nuestras mentes y sobre nuestras vidas sin que eso signifique un problema para muchos porque este mundo ha sido construido para los hombres -cuidado, que acá no me refiero a seres con pene, sino a la categoría política y económica que significa ser hombre- El cuerpo de las mujeres sigue siendo confundido como espacio público en donde otras personas pueden ejercer poder sobre él. El tiempo de las mujeres sigue siendo confundido como tiempo esclavo y se le delegan tareas de cuidado y reproducción sin que se cuestione el por qué. Esta serie de violencias, escalan, porque aunque imperceptibles perfectamente socializadas y naturalizadas, pueden en muchas ocasiones volverse mortales.
Hace unas semanas, pude saber a través de algunas amistades argentinas el caso de Daina Ayelén García, que con apenas 19 años de edad, fue asesinada, muy probablemente agredida sexualmente y finalmente desechada en una bolsa de plástico, como basura. Meses atrás, en Septiembre de 2014, tras un mes de desaparición angustiosa fue encontrado sin vida el cuerpo de Melina Romero de 17 años con signos de violación múltiple.
En ambos casos, la apariencia de las víctimas fue centro de discusiones redundantes; una aberrante cantidad de comentarios señalaban que ambas jóvenes eran sin lugar a dudas “trolas” (putas, para que nos entendamos) por la forma en la que se vestían, por los lugares que frecuentaban, por las horas en las que salían, por las amistades que mantenían... -Querida (o) lector(a), si piensas que cualquiera de esas cosas pueden justificar o hasta explicar el por qué se asesina a una mujer, coge tus cosas ahora mismo y ve directamente a la institución mental más cercana y díselo a quien te atienda.-
Cuando las mujeres hablamos de todo lo anterior y de otros temas igualmente necesarios, se nos etiqueta inmediatamente como locas, exageradas, amargadas, mentirosas y el favorito de los últimos años: feminazis (porque claro, exigir el derecho a la vida sin miseria ni violencia es perfectamente comparable con el holocausto). No sólo nuestros cuerpos son blancos del escarnio público, todo aquello que decimos, pensamos, y creamos a contracorriente, también lo es. Y para muestra, basta tan sólo visitar algunos de los sitios web que se autodenominan antifeministas –y a los que evidentemente no les voy a dar promoción-, abrir el diario, escuchar la radio, y los programas televisivos, lo dicho por las mujeres es cuestionable y esa premisa nos acompañará hasta después de nuestra muerte.
¿Qué a qué quiero llegar con todo esto? Es complicado decírselos en esta primera columna, por lo mientras declaro:
Me niego rotundamente a ser una cifra de muerte, me niego a dejar que otras mujeres lo sean, me niego a callar sus muertes, a olvidar sus rostros, sus historias.
Me niego a seguir sintiendo miedo y opto por la autodefensa, me niego a obedecer el mandato social de la maternidad, me declaro abortista.
Me niego a seguir siendo para otros, a ser “linda y loca” si esos parámetros se ajustan a otros y no a mí misma.
Me declaro viva, insumisa, antipatriarcal y desde esas definiciones estoy creando mi propio camino que a veces comparto con otras personas que entienden que la única manera de sublevar el terror de la muerte, es amar la vida y pelear porque sea un lugar mejor, para todas, sí, para todas.